EL TAN MENTADO TIEMPO

El tiempo me apasiona. Me abruma. Me encuentro encerrada entre las manecillas de un reloj que constantemente miente. Unas manecillas que pretenden decir que terminan horas que realmente fueron sólo un instante e inmediatamente después avanzan fingiendo hacer pasar horas que nunca acaban. El tiempo simula ser ecuánime e imparcial, veinticuatro horas crean un día y siete días una semana y así, sucesivamente se forman meses que se devienen en años. Nunca un día dura veintisiete horas ni un año doscientos días y, sin embargo, sabemos que no es así. Todos conocemos momentos en los que las horas se apresuran tanto que apenas logramos percibirlas. Horas que sabemos que existieron porque de pronto se mete el sol y termina el día. Pero en ellas no alcanzaron los besos, no se agotaron las caricias, no hubo tiempo de decir te quieros que realmente contengan el amor que expresan. También conocemos ese tiempo que recorre el reloj y mueve la luz del día, pero no logra hacer que se disuelva la distancia o se llene la tristeza. La forma más contundente del tiempo es la muerte. Cuando se va un ser querido que, a partir de ese instante, ya no tendrá tiempo, y nosotros tendremos que fingir que sigue su vida en espacios medibles de ausencia. El tan voluble tiempo juega con nosotros convirtiendo semanas en minutos, tardes hermosas en suspiros, viajes increíbles en apenas recuerdos, con la muerte se hace real y permanente. Cuando las manecillas de un reloj ya no avanzan, cuando da igual el sol o venus, cuando no existen las despedidas, ni los anhelos, ni la ilusión del futuro, ni el miedo del que será… entonces el tiempo recorre el camino impávido y parejo, pero ausente. Entonces el tiempo deja de existir. Sólo entonces. Por ahora a mí me sigue apasionando… y abrumando.