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SOLA

  • TAMARA TROTTNER
  • 12 nov 2012
  • 3 Min. de lectura

Estar sola, cuando es momentáneo y por decisión propia, es una experiencia increíble. De pronto dejas de ser la mamá, la esposa, la hija, la amiga… y encuentras que adentro tienes a una persona completa que te divierte bastante y te confronta aún más.

Sí, adentro de mí estoy yo.

Estoy completa, estoy con todos mis defectos y con el aprendizaje adquirido desde que respiré por primera vez.

No logro evocar muchos momentos como éste, recuerdo caminar por las calles de París, llorando al sentirme sola… ¡EN PARÏS! No cabe duda que tener 20 años es precioso, pero está repleto de insensatez.

Día a día vivimos acompañados. Rodeados de personas que llenan nuestros oídos de palabras, nuestros ojos de imágenes, nuestras horas de actividad. Y, claro, cuando no hay personas, siempre está la T.V, la computadora, el celular, para atarantarnos y sumergirnos en una absoluta evasión de nuestro interior.

Trabajamos, estudiamos, transitamos, día a día, en un ir y venir de sucesos que nos convierten en parte de… de una familia, de una escuela, de un grupo social, de una comunidad, de una oficina. Y no es de una sola cosa sino de varias, somos parte de la oficina en la mañana y de los hijos a la hora de la comida y de los amigos en la noche. Lo que queda son pedacitos de nosotros que quizás nos contienen, pero diluidos.

Al poner la cabeza en la almohada repasé las horas del día que transcurrieron haciendo exactamente lo que me vino en gana, me di cuenta que son pocas las veces que nos damos el permiso de comer a deshoras, de tomar un chocolate en vez de carne. Que son muy pocas las veces en que decidimos dormir en el momento en el que tenemos sueño, aunque el reloj diga que es demasiado temprano, o muy tarde. Me di cuenta qué tan poco nos permitimos despertar porque la luz del sol agita la somnolencia, sin un despertador que nos levante y sin cortinas que oscurezcan la madrugada.

Comprendí que estar en silencio es la mejor forma de hablar con nuestro interior y de escuchar a nuestra alma. Que estando en silencio podemos acomodar las ideas, alinear los pensamientos y dar prioridad a los deseos, a los verdaderos, a los que nos pide a gritos nuestro yo, ese que tanto luchamos por tapar con otros. Por otros. Para otros.

Advertí que caminar por una calle empedrada, cuando no estamos distraídos, puede traer sorpresas, me encontré un gato gordo que será motivo de un cuento… y platiqué con el viudo que ahora debe alimentarlo, porque eso hizo su difunta esposa hasta hace algunos días en que falleció.

Descubrí frutas que no conocía y probé pedacitos de dulce de leche. Tacos riquísimos. Y agua de horchata.

Y, sí, saqué unas fotos para compartir con mis seres queridos. Porque es verdad que esta soledad de la que hablo es deliciosa porque está acompañada de las personas que conforman mi mundo.

Caminé conmigo, acompañada de quién más amo.

Entendí que al ser mamá, amiga, esposa, hija, escritora, marchanta, doctora… los pedazos se tiñen con mi esencia (al menos eso espero). Y mi esencia me cae bien.

Comprendí que sólo podemos ser acompañados, cuando sabemos ser solos. Que sólo podemos darnos cuando nos tenemos completos. Que sólo podemos ser para otros si sabemos, a como dé lugar, ser para nosotros.


 
 
 

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