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OXÍGENO

  • TAMARA TROTTNER
  • 18 jun 2012
  • 3 Min. de lectura

Me siento, me abrocho el cinturón. Mi hijo, un bebé de dos años, está en el asiento de al lado, le pongo su cinturón y esperamos pacientemente a que el avión despegue. La azafata comienza a dar las instrucciones de siempre: que si hay que apagar los teléfonos, subir la mesita, el respaldo… el salvavidas se encuentra debajo del asiento y en caso de despresurización caerán las mascarillas de oxígeno, si viajan con menores primero se ponen la mascarilla ustedes y después ayudan al menor. ¿Cómo? ¡No lo puedo creer! Esa mujer piensa que en caso de una emergencia yo tengo que ponerme el oxígeno a mi misma antes de ponérselo a mi bebé ¡Está Loca!

No, no está loca. Si yo no me pongo el oxígeno primero probablemente pierda el conocimiento antes de poder ayudar a mi hijo y, entonces, moriríamos los dos. Yo tengo que estar bien para poder ayudar a los demás… y la lección de vida es inminente.

Queremos ser los mejores, queremos ser la mejor mamá, el papá más presente, el amigo que conforta y apapacha, la pareja que acompaña y entiende. Queremos ser los mejores hijos, ciudadanos, y, por supuesto, los más eficientes en nuestra chamba. Y vamos entregando pedacitos de nosotros a todos los que lo piden. Un trozo de tiempo, otro de atención, un pedacito de dignidad, otro de libertad… y nos aplauden ¡eres lo máximo! te dicen, y te la crees y sientes que está bien. Le pones el oxígeno a todos los que están a tu lado, hasta que poco a poco te desmayas.

¿Hasta dónde tenemos que dar y cuando es momento de decir ¡Ya No!?

Entiendo que mi vida realmente tiene sentido cuando doy y me doy a los demás, cuando comparto, cuando trato de dejar una huella que haga de este planeta un mejor lugar porque yo viví en él, aunque sea en la más mínima de las escalas. Hacer la diferencia en el día de alguien cuando lo escuchas, sin opinar, sin juzgar, sólo abrazando con tú presencia su dolor o su alegría.

Entiendo que cuando mejor duermo es en las noches que devienen de un día en el que fui productiva, creativa y generosa. Hay días que pasan en blanco, pero no olvido el abrazo de una amiga que me agradece haber estado ahí cuando ella lo necesitaba o la carta de mi hijo diciendo cuanto lo ayudé en su tarea. Quedan en mí los momentos en que al dar una clase algún alumno me dice gracias. Cuando ayudé con mi presencia, con mi tiempo, con una sonrisa a hacer más fácil, aunque sea un instante del trayecto de alguien.

La delgada línea se vuelve muy borrosa. Quiero estar para ella, quiero atenderlo a él, quiero escucharlos a ellos. Quiero ir a donde me invitan, celebrar las alegrías de mis seres queridos y llorar o al menos apapachar sus tristezas .

No sé hacerlo de otro modo. Me desboco, me entrego. Siento en mi piel la piel que tiembla con miedo y quisiera aminorar el dolor. Escurren de mis ojos las lágrimas de otros, que termino haciendo mías. No sé entregarme a medias, pero no puedo entregarme por completo a todo, todo el tiempo, porque no me alcanza ni la vida ni la congruencia.

A veces tengo que cerrar los ojos y ponerme la máscara de oxígeno. Cerrar los ojos para no ver si a mi lado alguien me pide que le comparta mi aire. Tapar los oídos para no escuchar el reclamo de la ausencia (generalmente momentánea, pero ausencia al fin) tengo que decidir si me quedo hecha jirones o mejor huyo a un espacio cerrado y solitario en el que pueda juntar todas las partes para después decidir como quiero repartirlas.

Entiendo que no sé existir sin dar. Pero entiendo, poco a poco, después de muchos desmayos, que sólo se puede dar desde la abundancia y el amor, desde la completud.

Entiendo que sólo sé dar cuando quiero y no cuando me siento obligada a hacerlo.

Entiendo que no es generoso el que se entrega por completo hasta que deja de ser, es realmente generoso el que siempre está lleno para poder seguir repartiendo.


 
 
 

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